Institut des Hautes Etudes de l'Amérique latine
Centre de recherche et de documentation sur les Amériques

Nicaragua, la emergencia de un estado carcelario híbrido

Julienne Weegels

 

Nicaragua, la emergencia de un estado carcelario híbrido

 

Julienne Weegels,

Doctora en ciencias sociales y docente e investigadora en el Centro de Estudios y Documentación Latinoamericano CEDLA de la Universidad de Ámsterdam.

 

“Quieren tapar el sol con un dedo” me decían a menudo los privados y ex privados de libertad con quienes trabajé a lo largo de siete años en tres diferentes centros urbanos y entornos carcelarios del territorio nicaragüense. Se referían a la corrupción y los abusos de poder sistemáticos con los que se enfrentan durante sus vidas cotidianas en el encierro. Aquí trazaré no solamente el “dedo” con el que las autoridades nicaragüenses tratan de mantener tapado el “sol”, sino también buscaré identificar las características de este “dedo” y aquel “sol”. Siguiendo la metáfora, veremos que el sol representa el conjunto de abusos, corrupciones y arbitrariedades a las que estas personas se exponen solo por el hecho de estar presos. El dedo, por su parte, es aquella “pantalla”, el discurso elusivo que las autoridades usan para tapar el sol y la política de encubrimiento desarrollada para conservar los secretos públicos de la vida institucional. Mientras avanzaba en el tiempo de mi estudio, me fui dando cuenta que hay una cantidad y proliferación de tácticas extralegales que son desempeñadas de forma sistémica, íntimamente relacionadas a la consolidación del gobierno sandinista y la politización de las instituciones del Estado, estableciendo así a su vez un Estado-partido y un estado carcelario híbrido[1].

 

Referente a lo último, siguiendo la tendencia regional de expansión carcelaria, la población penal de Nicaragua aumentó de 6 mil reos en el 2007 a más de 21 mil reos en el 2019[2]. Mientras tanto fueron pocas las ampliaciones físicas de los centros penitenciarios, sobre todo en los departamentos, donde la sobrepoblación penal llevó a graves situaciones de hacinamiento e insalubridad que han sido denunciadas continuamente. A su vez, estos entornos se volvían cada vez más difíciles de acceder debido a orientaciones del Ministerio de Gobernación (MIGOB)[3], que desde hace más de diez años efectivamente ha negado el acceso de organizaciones de derechos humanos a los centros penitenciarios, mientras que exigían de forma cada vez más abierta a las organizaciones de sociedad civil y ONG, periodistas y voluntarios (entre los cuales me incluía) pruebas de afinidad con el gobierno o, al menos, afinidad con la ideología que decían profesar.

 

En el mismo periodo, pero a diferencia de los funcionarios penales, la cantidad de policías en las calles se duplicó. Bajo el lema de un modelo policial “proactivo y comunitario” fueron expandidos los rangos de la Policía Nacional (PN) no solamente con las llamadas unidades preventivas en los barrios populares sino que también con unidades especiales antidrogas y antidisturbios tales como los Dantos[4] y la Dirección de Operaciones Especiales (DOEP). Pronto, Nicaragua se declaró “país libre de pandillas” y junto al gobierno la policía promovía el discurso de que el país era el “más seguro” de Centroamérica. Sin embargo, fueron incrementando la desconfianza de las instituciones estatales, la corrupción y las denuncias de abusos al interior de Nicaragua. Aun así, la mayoría de los académicos a nivel internacional aplaudía el desarrollo del modelo de seguridad ciudadana nicaragüense por su “excepción” al modelo de mano dura del Triángulo Norte, obviando así el creciente brazo represor del marco institucional[5] y aun cuando el presidente Daniel Ortega en 2014 se proclamó jefe supremo de la Policía Nacional y quitó de en medio al MIGOB, convirtiendo a la Policía en su escudo personal.

 

Al mismo tiempo, las personas que conocí dentro del entorno carcelario me aclaraban que la composición demográfica de las cárceles tenía poco que ver con la incidencia real de los hechos delictivos, sino que se relacionaba más con el manejo de estas instituciones estatales. A lo largo de los años sus quejas y reflexiones, que inicialmente parecían tratar de hechos aislados, terminaron revelando un amplio y sistemático uso de métodos de gobierno extralegales, por un lado el uso desmedido de la fuerza y por el otro un nivel de corrupción rampante – ambos síntomas de lo que llamaban “el Sistema” – un engranaje de poder estatal, político y extralegal (incluso criminal), que permite poner el ojo sobre la fusión de los poderes del Estado bajo los intereses económicos de los partidos políticos hegemónicos de la política nicaragüense. Tras las protestas antigubernamentales del 2018 este estado carcelario híbrido reveló su cara más nefasta. Mientras que las protestas provocaron la ruptura de las relaciones de consenso establecidas a nivel político-económico, el estado carcelario se exteriorizó hacia la población sublevada, convirtiendo a cada uno de los manifestantes en sujetos carcelarios y ejerciendo hacia ellos una violencia terrorífica que antes se solía guardar para los rincones más ocultos del territorio nacional y sus cárceles[6] en el Triángulo Minero y los cuartos de interrogación de las estaciones policiales).

 

Durante los tres años que ahora tengo de trabajar con (familiares de) personas encarceladas y excarceladas por motivos políticos, se ha hecho evidente la expansión y profesionalización de este estado carcelario híbrido, tanto en sus capacidades represivas como en sus modalidades de castigo fuera de la ley. Pensemos en la expansión de su capacidad paraestatal: el entrenamiento de grupos parapoliciales, delegados para perseguir y asediar a personas disidentes u opositoras, y el desempeño de una estructura partidaria para la vigilancia comunitaria constante. Pero pensemos también en la expansión de su capacidad judicial, que viene entretejida con su hegemonía en el poder legislativo. La Asamblea Nacional ordena y el poder judicial ejecuta, logrando establecer así un marco legal a su medida. Es decir, lo que antes se practicaba fuera de la ley, como la detención sin acusación, ahora se ha hecho legal, cambiando de 48 horas a 90 días el periodo de detención que se permite sin presentación de acusación formal. Por medio del establecimiento de nuevas leyes que permiten lanzar una red amplia sobre quienes se oponen al Estado se ha logrado además criminalizar la protesta y el ejercicio de varias otras libertades civiles y políticas, tales como la libertad de expresión y de reunión. En los meses previos a las elecciones previstas para noviembre del 2021 una serie de tres nuevas leyes[7] facilitó la detención de precandidatos presidenciales, periodistas independientes, líderes estudiantiles y campesinos, revolucionarios históricos disidentes, ciudadanos comunes y hasta miembros de la élite económica, bajo acusaciones de crímenes contra “la soberanía”, propagación de “noticias falsas” y “lavado de dinero”.

 

Donde hubo esperanzas que el gobierno suavizara su postura tras consumarse el fraude electoral, este más bien demostró su giro al endurecimiento del estado policial llevando a cabo juicios políticos tras puertas cerradas en una cárcel conocida como el Nuevo Chipote, donde fueron condenadas sin excepción las personas detenidas, quienes en realidad no tuvieran chance alguno a una defensa real. Aunque así violentaron múltiples leyes y mecanismos para el debido proceso, hay que entender que a lo que se enfrenta es un estado carcelario híbrido, leal al Estado-partido que considera a su presidente un soberano absoluto y como tal se le permite romper sus propias leyes o actuar fuera de ellas, promoviendo así una inseguridad ontológica entre sus sujetos. Pensemos por ejemplo en la fabricación de pruebas, testimonios y acusaciones por parte de la policía y fiscalía, los procesos consumados ante jueces y magistrados politizados, o la peor amenaza de todas: la realidad de saberse siempre potenciales sujetos de torturas físicas o psicológicas, sufridas ya por cientos de personas detenidas y presas políticas, no solamente a manos de las autoridades formales, sino también a manos de aquellas autoridades delegadas, ejecutoras del estado carcelario híbrido. No obviemos tampoco el impacto de la negación a la atención médica y psicológica, servicio que debería de ser imparcial, pero que ha provocado daños irreparables en varios presos y excarcelados políticos tras graves violaciones perpetradas por fuerzas (para)policiales – pensemos en los casos de Jaime Navarrete, John Cerna, Luis Meza Lagos, Kevin Solís, Lesther Alemán, Tamara Dávila, Dora María Téllez y tantas otras personas que siguen presas actualmente – y que cobró la vida al ex-comandante revolucionario y líder disidente Hugo Torres, encarcelado en junio del 2021 por el mismo Ortega quien él liberó de las cárceles del somocismo.

 

Si ponemos atención entonces a los relatos vivenciales de las y los (ex) presos, tanto políticos como comunes, nos daremos cuenta que aparte de pintar un panorama complejo de relaciones y prácticas de poder híbrido dentro de las cárceles nos dicen algo más, algo que es esencial si queremos entender cómo en Nicaragua se expresa y se arraiga el poder, tanto estatal como político y criminal. Y es que, paradójicamente, para funcionar de manera totalitaria ese poder es compartido. Se comparte entre los mandatarios y sus colaboradores financieros (elitistas y criminales), entre el Estado-partido y sus grupos paraestatales, entre la Policía y los Consejos de Poder Ciudadano (CPC), entre las autoridades penales y los consejos de internos, estableciendo así arreglos de gobierno híbridos que se mantienen a través de una economía política basada en la violencia y la corrupción. De cara a su innegable pérdida de legitimidad provocada por las protestas del 2018, este engranaje de poder ha empleado toda su capacidad –legal y extralegal– para convertir a todos aquellos en su mira sea en sus cómplices o en sus blancos, alimentándose de la resistencia para justificar y prolongar su agresión. Es a esa paradoja que se enfrentan los que tratan de subvertir el estado carcelario híbrido, mientras que es justamente su hibridez lo que hace que sea a la vez tan impactante y elusivo.

 

Julienne Weegels es doctora en ciencias sociales y trabaja como docente e investigadora en el Centro de Estudios y Documentación Latinoamericano CEDLA de la Universidad de Ámsterdam. Sus intereses de estudio incluyen la política y estética del (des)orden, la violencia, y las experiencias y sensorialidades del castigo y la justicia, tanto como los regímenes morales que las sustentan. 

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[1] P.Véase,. J.Weegels, “Sensing Secrecy: Power, Violence and its Concealment in Nicaraguan Prisons”, in B.E.Schmidt, J.Warr & K.Herrity (eds.) Sensory Penalities: Exploring the Senses in Spaces of Punishment and Social Control, Emerald Press, Bingley, 2021, p.89-105; J. Weegels, “El sistema, la policía y la política vistos desde adentro: Un acercamiento al Estado carcelario nicaragüense de cara a la represión”, Estudios Centroamericanos, 74 (756), 2019, p. 147-172.

[2] Según datos del Ministerio de Gobernación.

[3] El Ministerio de Gobernación regula las instituciones del Estado tales como el Sistema Penitenciario Nacional, el servicio de Migración y Extranjería, los bomberos y (hasta el 2014) la Policía Nacional. Actualmente también cuenta con la Unidad de Análisis Financiera, quienes se encargan de controlar las ONG sujetas a la ley del agente extranjero y la ley contra el lavado de dinero.

IHEAL-CREDA 2020 - Publié le 25 mars 2022 - La Lettre de l'IHEAL-CREDA n°64, avril 2022.