Institut des Hautes Etudes de l'Amérique latine
Centre de recherche et de documentation sur les Amériques

El principio de realidad

Cuando le faltaban apenas 15 días para cumplir sus 80 años murió Robert Castel, el pasado martes en su domicilio parisino. Se fue uno de los principales observadores de fines del siglo xx, no sin dejarnos algunos de los más sólidos puntos de apoyo para entrar al xxi.

Comencé a trabajar con él en 1996 cuando llegué a París a realizar un doctorado bajo su dirección. ¡Qué suerte y qué privilegio el mío de caer así en aquellas manos! Trabajamos juntos sin interrupción hasta la semana pasada. Sabíamos que quedaba poco tiempo y buscábamos terminar un libro que quedará inconcluso e inédito. El título hubiera sido “Las políticas del individuo” y se lo habíamos prometido a Pierre Rosanvallon para la editorial Le Seuil. El proyecto nació junto a Marc Bessin cuando llevábamos adelante un seminario sobre individuo y protección social en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
A Castel no le gustaba mucho hablar de sí, pero a lo largo de los años fue soltando su vida, detalle sobre detalle, a medida que la amistad se consolidaba. Había nacido en el seno de una familia humilde en Saint-Pierre-Quilbignon el 27 de marzo de 1933, una comuna rural del finisterre bretón cercana a la ciudad de Brest. Su madre murió de cáncer cuando él tenía 10 años y dos años más tarde se suicidó su padre. Así atravesó la infancia en plena Guerra Mundial este hijo del mundo obrero.

SOCIOLOGÍA DEL CONTROL. En un artículo que escribió para la revista Esprit hace pocos años, contó cómo un profesor de matemáticas tan severo como perspicaz le cambió la vida cuando lo alentó a salir de la formación técnica que lo predestinaba a convertirse en obrero. “Usted tiene pasta para otra cosa, Castel”, le dijo. Ganó una beca para cursar el liceo. En 1959 logró la “agregation” y devino profesor de filosofía bajo la tutela de Eric Weil, un importante filósofo de la época. Hacia 1966-67 conoció en el comedor de la Universidad de Lille a otro joven asistente, Pierre Bourdieu, de quien sería amigo hasta el final. Cansado de los “conceptos eternos” se acercó a la sociología, que estudió en la Sorbona con Raymond Aron. Fue luego fundador de la Universidad de Vincennes (hoy París 8) e integró en 1990 la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
Hasta principios de los años ochenta trabajó sobre el psicoanálisis y la psiquiatría, convirtiéndose en uno de los primeros sociólogos en abordar el tratamiento social de la locura. Escribió junto a Michel Foucault, sobre el cual tuvo una influencia mayor y de quien adoptó la perspectiva de la genealogía, convencido de que “el presente no es enteramente contemporáneo”. Cuando en 1980 le acercó a Foucault el manuscrito de La gestión de los riesgos (1981), el gran filósofo del poder consideró que el texto de Castel ponía fin a su célebre Vigilar y castigar (1975). Castel anticipaba que los modos de control social y de ejercicio del poder no se harían ya de modo presencial y a través de la vigilancia directa sino por medio de estadísticas y de la definición de “poblaciones en riesgo”. Lo descubrió observando un dispositivo de política social sobre la infancia en riesgo, y es seguramente por ello que tanta aversión le provocaba el modo descuidado e irresponsable con el que muchos sociólogos ceden hoy a temas de moda como el “sentimiento de inseguridad”.

LA NUEVA CUESTIÓN SOCIAL. Cuando lo conocí Castel acababa de publicar Las metamorfosis de la cuestión social (1995), una obra monumental que muchos consideran como el libro más importante de sociología de los últimos años. Le llevó diez años de minuciosa investigación, buscando entender lo que él consideraba como una “gran transformación” que probablemente cambiaría la morfología de las sociedades occidentales y que amenaza con liquidar la larga construcción que en Europa había dado respuesta a las contradicciones del mundo del trabajo. Puedo imaginarlo hoy como tantas veces lo vi, tan preciso como paciente, lento e infatigable redactando aquellas 490 páginas de letra infantil con su birome Bic, página tras página, doblado sobre el cigarrillo como única compañía. Así remontó el tiempo hasta que pudo afirmar con un tono apenas provocador: “La cuestión social empieza en 1349”.{restrict } La peste liquidó entonces las bases sociales de la Edad Media cuando centenas de miles de antiguos campesinos y artesanos perdieron su lugar en la sociedad y comenzaron a errar como vagabundos. Se anuda allí la contradicción fundamental que organiza el presente. El mundo social se divide esencialmente entre quienes son considerados ineptos para el trabajo (inválidos, niños, viejos, enfermos, deficientes de todo tipo) y los otros. Mientras que los primeros son eximidos de la carga laboral y pueden esperar los socorros de la asistencia pública, los aptos para trabajar deberán conquistar un lugar en el mundo por medio del empleo y no tendrán derecho a la asistencia. Ese gran integrador que es el trabajo produce así efectos paradójicos toda vez que la coyuntura económica impide trabajar a todos aquellos que disponen enteramente de sus fuerzas: la figura del desempleado es terrible porque la sociedad no tiene lugar para quien, siendo apto, no trabaja. Se entiende también el principio fundamental que atraviesa nuestras sociedades así estructuradas: sólo el trabajo permite la integración social, pero no siempre el trabajo produce integración pues para que el trabajo sea fuente de seguridad y de dignidad, éste debe estar rodeado de protecciones, atravesado por el derecho y regulado. Sólo bajo esas condiciones se vuelve empleo y da lugar a “cierta independencia social”, de lo contrario el trabajo conduce a la sumisión, a la pobreza y a la indignidad. El corazón de la cuestión social no se encuentra en las tasas de desempleo ni se resuelve con sólo disminuirlas; más bien gira en torno a aquellas fuerzas que vuelven al trabajo precario, ilegal, inestable, incierto, intermitente.
Robert Castel produjo una sociología gobernada por un sólido principio de realidad que se imponía a sí mismo con un rigor y una disciplina que no dejaban lugar a la más mínima fantasía. De allí proviene la fuerza que le permitió enfrentar tantos cantos de sirena a la vez, serenamente armado de su lapicera y de su voz calma. Así enfrentó en los años setenta a quienes fantaseaban con el potencial liberador de la locura. Así enfrentó en los años noventa a quienes soñaban con “el fin del trabajo”. No hay escapatoria al trabajo en el seno de nuestra civilización, pero el trabajo sin protección social no es sino opresión. Castel era demasiado inteligente como para olvidar lo que aprendió de niño: el mundo social es áspero y despiadado. Castel era suficientemente independiente como para entusiasmarse con quienes toman sus deseos por realidades. Así lo vimos durante años escuchar impasible las críticas de quienes lo consideraban anticuado o pesimista. Con una modestia tal vez única, tan paciente como certero, se limitaba a repetir algunas de las preguntas que orientaron su reflexión: ¿cómo sería una sociedad que no estructure el trabajo?, ¿qué ocurre cuando el empleo se desregula y se desprotege al trabajador? Pero también señalaba con la misma insistencia el brutal costo social que pagan todos aquellos que, generalmente contra su voluntad, se ven apartados del mundo del trabajo.

La autora de esta nota es sociólogo, Universidad Sorbona Nueva -París 3.