Institut des Hautes Etudes de l'Amérique latine
Centre de recherche et de documentation sur les Amériques

Édito

Todas las cicatrices se vuelven heridas abiertas para la democracia. Apuntes sobre la situación peruana en un contexto de coyuntura volátil

Adriana Urrutia Pozzi-Escot

 

Todas las cicatrices se vuelven heridas abiertas para la democracia

Apuntes sobre la situación peruana en un contexto de coyuntura volátil

 

 

Adriana Urrutia Pozzi-Escot

Politóloga, máster en Política Comparada, especialidad América Latina, por Sciences- Po Paris. Presidenta de la Asociación Civil Transparencia y exdirectora de la carrera profesional de Ciencia Política de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

 

 

El 19 de enero se convocó en todo el Perú a un paro nacional con el objetivo de protestar contra el gobierno de la presidenta Dina Boluarte. Una jornada más en el marco del estallido social que viene ocurriendo desde la primera semana de diciembre, fecha en la que asumió el poder. En la capital peruana, la movilización ha sido nombrada “la toma de Lima”, un título que vehicula diferentes significados. Por un lado, se nombra una acción que exige el uso de la fuerza, que se enmarca en un repertorio de confrontación que ha caracterizado los últimos meses. Las movilizaciones han dejado un saldo de más de cincuenta ciudadanos muertos en diferentes regiones como resultado de la acción represiva de la policía y llevan a cuestionar el monopolio de la violencia física legítima. En contraposición, se ha leído también como una acción que permitirá la presencia de actores regionales en la capital al recordar la diversidad limeña, la posibilidad de hacerse sentir.

 

Las narrativas que se usan en los medios de comunicación y redes sociales para describir el proceso de estallido social reflejan una fractura de larga data en el país. Los manifestantes son tildados de “terrucos” (terroristas) o “vándalos”; los progresistas, de “caviares”; los de derecha, de “brutos y achorados”. En ese contexto, ¿cómo entender la crisis reciente a la luz de una crisis de la democracia de más larga data? La idea central que planteamos es que se requiere mirar ciertos vínculos para poder pensar cómo redefinir el contrato social en el país y recuperar así la confianza en la democracia.

 

En el 2008, un 63 % de los peruanos apoyaba la democracia; hoy, la mitad del país estaría dispuesta a aceptar un régimen no democrático[1] (). Tres diferentes relaciones entre elementos del sistema político permiten un punto de partida para comprender esta degradación. En primer lugar, la relación entre poder e instituciones. Actualmente, el ejercicio del poder político no [se] corresponde con quienes detentan el poder real. En segundo lugar, el vínculo entre ciudadanos y Estado. En el Perú, la desigualdad es atendida como clivaje político, pero no como prioridad pública. En tercer lugar, el vínculo entre territorios y política. La diversidad de formas de hacer política y de canalizar las demandas ciudadanas en un contexto de colapso de partidos plantea desafíos para la representación.

 

Poder e instituciones

 

El 6 de diciembre del año pasado, el Congreso del Perú se disponía a votar la moción de vacancia presidencial del expresidente Pedro Castillo. Era la tercera vez que el exmandatario hacía frente a un juicio político bajo esa forma, una figura contemplada en la Constitución, que señala que el Parlamento puede destituir a un presidente por “incapacidad moral permanente”. Los recuentos no oficiales señalaban que no se contaba con los 87 votos (de 130 congresistas que tiene el país) que se requerían. Hacia el mediodía, Castillo se dirige al país y anuncia, con las mismas palabras que Fujimori en 1992, que “disolvería” el parlamento y que se iniciaba un gobierno de excepción. En un régimen presidencialista como el peruano, la decisión del mandatario hubiera podido trastocar la naturaleza democrática del sistema y dar inicio a un nuevo periodo de espaldas a las garantías constitucionales. Sin embargo, la debilidad y soledad de Castillo como jefe de Estado fueron aún más evidentes cuando las Fuerzas Armadas, el Tribunal Constitucional, la Contraloría General de la República y la Procuraduría General del Estado, entre muchas otras instituciones nacionales,  así como la representación diplomática de otros países condenaron su actuación. Horas después de ese mensaje, Castillo se encontraba retenido en una carceleta donde había ido a pedir garantías y Dina Boluarte, hasta entonces vicepresidenta que había actuado como ministra de Desarrollo e Inclusión Social, asumía la presidencia. La legalidad con la que inicia el gobierno de Boluarte no ha permitido garantizar la legitimidad que requiere.

 

El resquebrajamiento de la legitimidad de la figura presidencial venía desde el gobierno de Castillo e incluso desde años previos, pues los mandatarios han ido sufriendo una pérdida progresiva de apoyo. Maestro sindicalizado del ámbito rural, Castillo había hecho una campaña en el 2021 prometiendo transformaciones estructurales en el país. En sus diecisiete meses de mandato no logró cumplir con su agenda de campaña y su gobierno y él mismo fueron señalados de participar en actos de corrupción. Su gobierno se caracterizó, además, por el nombramiento de funcionarios no idóneos en el Estado —faltos de formación o con procesos abiertos—, con lo cual la ausencia de liderazgo derivó en una incapacidad del gobierno para garantizar derechos fundamentales como la educación y la salud, así como para continuar reformas y asegurar procesos mínimos como la compra de fertilizantes en un país cuya economía reposa sobre la exportación de materias primas, con una crisis alimentaria cada vez mayor[2] y en un momento de crisis internacional energética.

 

Castillo y ahora Boluarte son gobernantes que ocupan un puesto, pero que no ejercen un papel de liderazgo; dirigen instituciones, pero no tienen poder (el 71 % de los peruanos desaprueba la gestión de la presidenta[3]). En el Perú, la configuración del poder descansa principalmente en poderes fácticos (esencialmente actores económicos) y se reconfigura en ciclos de movilización sostenida, como está ocurriendo en estas últimas semanas, o a través de las urnas, como sucedió con la propia elección de Castillo. En los últimos años, la reconfiguración del poder en ciclos de movilización electoral ha llevado a procesos de polarización que han terminado dañando la confianza en las instituciones. En el año 2016, Keiko Fujimori, candidata de derecha, no reconoce haber perdido las elecciones contra Pedro Pablo Kuczynski y lleva la pugna de campaña a una confrontación entre el Legislativo —que tenía mayoría Fujimorista— y el Ejecutivo, lo que llevó a un deterioro de la confianza en el poder representativo. En el 2016, el 27 % de la población confiaba en el congreso —era el promedio más bajo en la región—; hoy solo el 8 % lo hace[4]. En el año 2021, Keiko Fujimori vuelve a perder y se inicia un episodio de acusaciones de fraude, que es replica de lo ocurrido en Estados Unidos, en Brasil y en otros lugares. Tras ese episodio, la confianza en las instituciones y el proceso electoral decae, de 46 % en el 2012 a 33 % en el 2021[5]. En un país donde la confianza en la democracia ha decrecido en la última década, los representantes llevan al terreno político el debate en torno a iniciativas que buscan reformar las instituciones. A raíz de las protestas, la izquierda plantea canalizar las demandas a través de un proceso de asamblea constituyente, y otra alternativa, que no es necesariamente de derecha o de izquierda, plantea la necesidad de un conjunto de reformas del sistema político con el objetivo de lograr una mejor calidad de representación ciudadana. Pero esta no tiene asidero en la ciudadanía, como se evidencia en el actual ciclo de reivindicaciones y en la incapacidad de definir un plazo para adelantar las elecciones como una primera medida política.

 

Ciudadanos y Estado

 

La crisis de representación es de larga data. En el 2021, solo el 8 % de los ciudadanos confiaba en los partidos políticos (en el 2006 ese porcentaje era del 16 %[6]). Al colapso del sistema de partidos se añade el que las organizaciones partidarias que existen no promueven la participación interna y la inexistencia de canales de institucionalización de demandas que surgen en los ciclos de reconfiguración del poder. Es decir, la infraestructura institucional que debería permitir que se trabajen los mecanismos de la representación está aniquilada en un país donde uno de cada dos ciudadanos aceptaría un golpe de Estado en situación de crisis[7]. El rechazo a la democracia por parte de la mitad de la población llama la atención y hunde sus raíces, entre otras cosas, en que el sistema no brinda garantías mínimas para derechos básicos y el ejercicio pleno de ciudadanía. La evolución del sistema político no ha permitido un pleno ejercicio ciudadano con garantías mínimas y se siguen perpetuando instituciones de raíz colonial como el clasismo y el racismo.

 

La democracia formal que existe en el Perú garantiza desde hace algunos años los derechos asociados al ciclo de movilización electoral: voto y participación electoral. La democracia formal, sin embargo, tiene escasez de recursos simbólicos, económicos y humanos para otorgar derechos y garantizar reconocimiento, lo que se evidencia en las grandes fracturas socio-económicas entre sus ciudadanos. Por ejemplo, en el ámbito rural, solo uno de cada cinco hogares cuenta con acceso a la red pública de desagüe. Después de la crisis del COVID-19, las cifras de pobreza pasaron, en el ámbito urbano, del 14,6 % en el 2019 al 22,3 % en el 2021, mientras que, en el ámbito rural, el porcentaje se mantiene en torno al 40 %. 

 

Territorios y política

 

Las dificultades para generar un tejido institucional que contribuya a la circulación de bienes en el tejido social se explica por la difícil articulación entre territorios y política nacional, así como entre la política de los diferentes territorios. En el ámbito institucional, en las regiones, ocurren dos fenómenos importantes: 1) un proceso de descentralización iniciado a principios de los años 2000, que ha fracasado en los años posteriores; 2) una baja calidad democrática, siendo investigados por corrupción el 84 % de los gobernadores regionales[8].

 

Las narrativas colectivas sobre el territorio nacional hacen referencia a divisiones geográficas o políticas, pero siempre son antagónicas.

 

En las últimas semanas, el sur del país, asociado siempre con una agenda contenciosa a diferencia de la costa, Lima y el norte, más asociado a la actividad agroexportadora, ha cobrado protagonismo, en particular las regiones de Abancay (de donde es la presidenta), Ayacucho y Puno, donde los enfrentamientos acabaron en muertes. Según la Defensoría del Pueblo, cuarenta y tres personas eran civiles que murieron en enfrentamientos, nueve murieron en accidentes de tránsito y situaciones asociadas al bloqueo de carreteras y un policía fue quemado vivo dentro del vehículo donde patrullaba. Ese sur se ha movilizado con un repertorio clásico de la acción colectiva: toma de espacios públicos, bloqueo de carreteras, marchas y manifestaciones en ciudades comerciales o capitales provinciales. Pero existe una importante diferencia, ya que la violencia ha cobrado otra dimensión, recordando la época del conflicto armado interno (1980-1990), debido a diversos actos violentos: asaltos y destrucción de sedes de la Fiscalía, de una comisaría, de casas de diputados o de sus familiares; saqueos en supermercados, e intento de toma de aeropuertos. En regiones como Arequipa y Madre de Dios se han movilizado también con mayor evidencia actores informales, como los mineros que buscan hacer sobrevivir sus negocios. El territorio se asocia al manejo de un conjunto de recursos primarios y las representaciones nacionales de partidos políticos no logran llegar más allá de la escala regional.

 

En un país sin Estado, tampoco se puede hablar de nación. Las muertes reabren la fractura entre un país y su Estado, que abusa de la violencia, pero también entre ciudadanos, porque hay quienes usan la violencia para atentar en contra de otros y del propio Estado. El país busca ahora el camino del diálogo en un contexto de desinstitucionalización del campo político y se plantea el adelanto de elecciones como un camino para salir de la crisis. Se trata de un adelanto que el Congreso no está dispuesto a votar si implica que se lleve a cabo antes del 2024. La “toma de Lima” fue una manifestación dispersa, sin capacidad de sumarse al movimiento regional, al que la Presidenta respondió con un mensaje autoritario y desvinculado del contexto. Mientras tanto, en un país con bandera rojiblanca, que en las manifestaciones se vuelve negriblanca en señal de luto, se seguirá recordando el abismo que nos separa desde todas nuestras heridas.

 


[1] Carrión J., Zárate, P., Rodriguez, M. (eds) “Cultura Política de la Democracia en Perú y las Américas: 2021, Tomándole el pulso a la democracia” disponible en:  https://iep.org.pe/wp-content/uploads/2021/04/Peru.-Cultura-politica-de-la-democracia-2021.pdf

[2] FAO, FIDA, UNICEF, PMA y OMS,  2022. “Estado de la inseguridad alimentaria y la nutrición en el mundo” disponible en: https://www.fao.org/publications/sofi/2022/es/

[3] Instituto de Estudios Peruanos, Informe de opinión- Enero 2023 disponible en https://iep.org.pe/wp-content/uploads/2023/01/Informe-IEP-OP-Enero-I-2023.-Informe-completo-version-final.pdf

[4] Carrión J., Zárate, P., Rodriguez, M. (op.cit)

[5]  Ibid.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

[8] Ojo Público, Corrupción descentralizada: 84% de gobernadores regionales son investigados por corrupción, artículo disponible en: https://ojo-publico.com/3680/el-84-de-gobernadores-regionales-son-investigados-por-corrupcion


© IHEAL-CREDA 2023 - Publié le 27 janvier 2023 - L'Éditorial de l'IHEAL-CREDA N°2, janvier 2023.

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